martes, 8 de julio de 2014

Incomprendidos

Siempre he querido evitar este cliché: la idea cansina de que el arquitecto es una especie de genio incomprendido, solitario y arrogante, que se mueve por impulsos extraños que guarda para sí mismo y rehúsa compartir.

Pensaba y aún pienso, que el arquitecto debe ser ese profesional transparente, dialogante y firme que es capaz de buscar acuerdos y soluciones comunes para desarrollar su trabajo. Sin embargo, poco a poco, la realidad me va empujando hacia el temido estereotipo, como queriendo recordar que las cosas son como son porque el mundo es como es, dejando la labor del arquitecto en un limbo entre lo que deberían ser las cosas (y las casas) y lo que son en realidad.

Se puede decir que esta preocupación empezó a crecer en mi interior cuando estaba en segundo o tercero de carrera y vivía aún con mis abuelos. Estaba construyendo una maqueta para un proyecto de residencia estudiantil, junto a la muralla de Segovia. Y me estaba quedando bonito. Mi abuelo pasó por el pasillo y se asomó para ver en qué estaba gastando el tiempo.
Me miró y preguntó:

-¿Cuándo vas a dejar de hacer maquetitas?

La pregunta me pilló por sorpresa. Recuerdo como una punzada en el corazón. No sólo por la pregunta, sino también por el diminutivo. Para mi abuelo, aquello que estaba haciendo era un juego que tendría que estar superado. Entendía que hacer maquetas debía ser una fase en la formación del arquitecto, pero obviamente aquello tenía que terminar en algún momento. Supongo que debería realizar sesudos cálculos de estructuras, estudiar historia, o leer tratados de construcción. Pero hacer maquetitas era un jugueteo demasiado poco serio para un alumno de tercer curso.
Mi respuesta fue tajante, en concordancia con el cabreo que tenía encima.

-Nunca… supongo.

Y añadí el “supongo” para quitarle hierro a mi brusquedad, como dejando entrever que aquella no era una decisión mía, aunque por aquel entonces, mientras hacía esa maquetita, ya me estaba dando cuenta de que aquello era lo más cerca que iba a estar de hacer arquitectura en mucho tiempo y que probablemente, usaría ese recurso el resto de mi vida sí quería alcanzar buenas soluciones en mis trabajos.

Hoy en día, efectivamente sigo haciendo maquetitas y supongo, que para muchas de las personas que me rodean (amigos o clientes), sigue pareciendo el mismo jugueteo prescindible que posiblemente mi abuelo apreciaba. La diferencia es que ya no intento trasladar el sentido de mi trabajo con la misma intensidad y beligerancia. Ya no sufro tanto cuando veo que alguien menosprecia mi trabajo o no lo entiende. No intento explicar en qué consiste la arquitectura, o cómo la entiendo, porque es muy cansado y poco fructífero.

Simplemente sigo trabajando con la esperanza de poder llevar a cabo algo de lo que imagino en mis maquetas, en mis dibujos o en mi cabeza. Y espero a que llegue el día en que la arquitectura explique, por sí sola, lo que yo no alcanzo a exponer con palabras.

Quizás, de este modo, consiga mi objetivo de ser ese profesional transparente y dialogante, pese a haber caído en el cliché que tanto detesto

@Mr_Lombao

sábado, 1 de marzo de 2014

Postales desde el exilio

Una de las historias más recurrentes de esta crisis, es la vuelta de la emigración a un país que se había transformado en receptor de personas en los últimos tiempos. De vez en cuando, los medios de comunicación recurren a la historieta cansina del joven ultra-cualificado español que se ha visto obligado a emigrar ante la falta de oportunidades en su país natal; y especialmente en algunos sectores, no nos faltan ejemplos cercanos que pongan de manifiesto esta realidad.
Sin embargo, este proceso es silencioso. A penas hay datos fiables que pongan de relieve la cantidad de españoles exiliados a causa de esta crisis. Son cifras que no interesa recabar y la libre circulación de personas en la UE permite que estos flujos migratorios pasen, al menos de momento, desapercibidos para la mayoría. Son cifras incómodas, y al igual que ocurre con la tasa de suicidios, el incremento de la pobreza, la bajada de los salarios o el número de parados, los datos que nos llegan son difusos y muchas veces contradictorios, confundiendo a la opinión pública, e invitando a relativizar el impacto real de estos fenómenos, pues se trata de estadísticas neutras, números sin cara que por si mismos dicen poco...
Luego está la visión optimista del asunto. Tropecientos programas de españoles por el mundo nos presentan a personas encantadas de la vida y a triunfadores en aventuras envidiables dedicándose a oficios apasionantes y accediendo a oportunidades de lujo en el extranjero. Vienen a reforzar el discurso oficial del "joven aventurero" que emigra por diversión y aventura. El trotamundos español que ya no es un muerto de hambre que va a Suiza a limpiar retretes, sino que elige su camino en la vida y disfruta de todos los privilegios posibles. Nada más lejos de la realidad.
Por eso, cuando desde el Centro Cultural de Azuqueca de Henares, nos llegaron las noticias de la iniciativa que estaban promoviendo, nos pareció una fantástica manera de reflejar esta realidad de un modo personal y directo: enviar una postal desde el exilio para componer una exposición que ponga de manifiesto una realidad muchas veces manipulada, dramatizada o dulcificada, y muy pocas veces presentada tal cual. En bruto. Una persona: una postal. Un matasellos y una fecha.
Aquí os dejamos el enlace de la iniciativa. Esperamos que os animéis a participar y contemos, entre todos, esta historia desde otro punto de vista.

martes, 4 de febrero de 2014

Tienes talento

La profesión del arquitecto y la arquitectura en general están llenas de tópicos. El café, las noches sin dormir (de las que muchos secretamente se enorgullecen), las gafas de pasta, el vestuario negro o la petulancia más insoportable son tics que muchos adquieren poco a poco antes de terminar la carrera con la esperanza de entremezclarse mejor con los de su gremio y alcanzar cierto estatus por la vía de la mímesis.

Pero si tuviéramos que seleccionar algo por lo que todo estudiante de arquitectura, irremediablemente, tiene que pasar para llegar a ser arquitecto, escogeríamos ésa gran crisis académica y existencial que deberá enfrentar, al menos una vez, antes de terminar sus estudios.

Arquitectura es una carrera larga y llena de incertidumbres. Aquellos que son mejores en estructuras, flojean en proyectos. El que dibuja de maravilla, no puede con las mates, y al que le apasiona el urbanismo, le cuesta aprobar construcción. El caso es que hay para todos, y de todos los colores, por eso es tan habitual que uno pierda las fuerzas, sienta el desanimo y dude.

Esa duda, hace que te plantees tu futuro profesional. Hace que cuestiones tu capacidad para enfrentarte a tal o cual asignatura. Pero sobre todo, hace que valores profundamente si vale la pena. Si verdaderamente todo el esfuerzo invertido tendrá recompensa, no sólo a nivel académico, sino también de cara a tu futuro profesional y vital.

Por eso, los estudiantes de arquitectura que terminan la carrera por sus propios medios, podrán ser más o menos diestros en según qué aspectos de su oficio, pero lo que es seguro, es que han llegado a ese punto por propia voluntad y su capacidad de trabajo, esfuerzo y superación ha quedado demostrada.

Llega entonces el momento de poner en práctica lo aprendido. De seguir aprendiendo. Y de obtener las primeras recompensas. Sin embargo, en estos momentos, muchos compañeros no tienen oportunidad de trabajar. No pueden poner en práctica lo aprendido y sobre todo, no pueden demostrarse a si mismos hasta qué punto son capaces de enfrentar grandes retos y superarse nivel profesional.

Después de tantos años de estudio y sacrificio, la recompensa no llega. Y no hablamos del factor económico (que tampoco), sino de la autoestima perdida que solamente podrá recuperarse trabajando y superándonos cada día.

Por eso, desde este blog, queremos recuperar este precioso artículo motivador que hace años leímos en el boletín de crítica macarra por excelencia. Para dedicárselo a todos aquellos que ahora mismo duden. Que se sientan incapaces. Esperamos que os ayude y os anime a seguir adelante:

Tienes talento y creo en ti. Pero yo NO hablo del talento del que hablan ellos, de la súper-habilidad en la cosa concreta y artificial que han creado, del desarrollo anormal y avanzado de un músculo específico. No se trata de seguir “estrictas dietas” para entrar en sus trajes y tener “la imagen ideal”. De asumir sacrificios en su nombre. De invocar a ningún dios.

No hablo de ese talento elitista, que es la puerta a un mundo elevado. No hablo de ese talento equiparable a un título nobiliario, que te es entregado SÓLO cuando es reconocido, para distinguirte entre los demás. No hablo del talento como barrera entre clases, como herramienta para la segregación, para marcar distancias y tratar de justificar (por medios intelectuales) el juego de las relaciones de poder.

Me refiero más bien al talento ancho de quien quiere comprender. Y de este modo, acercarse al mundo.

Creo que tienes talento porque imaginas. Porque puedes imaginar relaciones, circunstancias y emociones que no han existido jamás, que no han sido nombradas aún. Y así nace el deseo, la vida y la poesía.

Porque en ti se adivina a una Persona, todo un mundo, un orden... con una forma más nítida de lo que piensas. No has dejado que tallen tu alma. Hay algo de pureza, de inocencia, de integridad... cuando confiesas con pudor un sueño. Un brillo de vitalidad en tus ojos se escapa de vez en cuando a tu razón, como una travesura. Entusiasmo frágil, lo escondes, hazlo crecer, ¿de qué tienes miedo?

Tu talento es la Realidad de tu existencia. El relieve, el sabor, la textura, el olor... TÚ antes que TU IMAGEN, ¡tú tan real! Ellos no ven la dicotomía; que no te confundan, que no te reduzcan a dos dimensiones.

El exterior te presiona a formas estereotipadas (para que el sistema funcione con más eficacia) Te preguntas a cuál de ellas perteneces... sin saber que, sencillamente, ya eres tú. Sin ser consciente de tu lucha por nacer con una forma propia. Tienes talento porque tienes forma. Te reconozco. No se trata de ser más que nadie, sino de brillar con luz propia, de hipnotizar como el fuego...

Sin duda se trata de dos visiones antagónicas del mismo concepto. En la escuela la palabra talento parece el diamante más grande, la piel más cara. Se ansía. Es un símbolo de poder, entregado desde el poder. Ellos hablan de una plaza llena de gente, mirándose con inseguridad unos a otros... Y yo hablo sólo de ti.

De cada uno de vosotros. 


A Bruxa Piruxa. 2007.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Ecce homo

Hace poco más de un año saltaba a la luz el desternillante asunto del “ecce homo” de Borja. El asunto rápidamente alcanzó relevancia mundial y entre risas de la mayoría y la indignación de unos pocos, se catapultó a la fama a Cecilia, la octogenaria restauradora que en un arrebato de osadía y “buena voluntad” emprendió en solitario la restauración de una obra que un artista había regalado a la pared de una Iglesia rural hacía más de un siglo.

Durante días, los medios inundaron sus portadas con artículos, entrevistas y declaraciones de todo tipo que venían a resumir el asunto como un cómico incidente en el que una obra “de escaso valor artístico” había quedado totalmente destrozada por la bienaventurada abuelilla, a la que había que proteger del mediático revuelo que se había creado, pues estaba muy afectada por la situación y lo había hecho con la mejor de las intenciones y con el consentimiento tácito del párroco del lugar.

Más allá de la mofa, me llamó la atención que todo hijo de vecino era capaz de entender que la restauración de esa anciana resultaba aberrante. Era tan flagrante la diferencia entre el antes y el durante (no llegó a haber después, pues según declaró la restauradora, el trabajo quedó inconcluso) que hasta el más inepto insensible al arte era capaz de comprender que aquello era un deterioro, un atentado y un chiste que por grotesco merecía el perdón y licenciaba a cualquiera para la mofa fácil.

La diferencia entre lo válido y lo cutre parecía clara para toda la sociedad, y no escuché ni leí declaración alguna en defensa del trabajo de Cecilia, pero tampoco una puesta en valor de la obra que destrozó. Más bien al contrario. Que si escaso valor artístico. Que si el autor no era relevante. Afirmaciones todas que dejan al descubierto una falta de sensibilidad hacia el trabajo de un pintor, que si bien no resultó ser Velázquez, debería merecer un mayor respeto del que se le otorgó.

Esta falta de respeto hacia lo artístico y la ligereza con la que se tratan asuntos de este tipo, valorando el interés de una pieza desde la perspectiva económica y relativizando la importancia de todo aquel arte que no lleva marca, pone de relevancia un problema mayor: la diferencia entre lo digno y lo cutre no existe. Lo mismo da que Elías García (así se llamaba el autor original del Ecce homo) legase una pintura correcta y bien ejecutada, pues no era relevante para nadie y su pérdida no acarrea ningún perjuicio económico, sino más bien al contrario, su obra destruida capta mayor relevancia que cualquier otro trabajo que en su vida haya llegado a pintar.

Si damos el salto a la arquitectura, el panorama es mucho peor. Es mucho peor porque en general resulta más complicado entender la diferencia entre lo digno y lo grotesco, entre lo aceptable y lo cutre. Me atrevo a afirmar que muchas personas viven dentro de una arquitectura aún más grotesca que el Ecce homo de Borja, pero ni siquiera lo sospechan. Aún recuerdo mi primera (y única) visita a la Sagrada Familia en Barcelona. Era el viaje de octavo de EGB y al subir por ahí dentro, en las escaleras de una de las torres, me llamó la atención la cantidad de personas que habían firmado en las paredes, rascando la piedra hasta dejar su huella allí. ¿Alguien se imagina a los visitantes del Museo del Prado firmando en las Meninas mientras el vigilante está despistado? Impensable, ¿verdad?

El asunto no mejora cuando se trata de edificios modernos, más bien al contrario. Paseando por Madrid es fácil encontrar ejemplos de arquitectura muy notable, denigrada por la falta de mantenimiento y la nula sensibilidad de administraciones y particulares. Hace tiempo que se entiende la arquitectura como un objeto de consumo más y el valor de ésta queda reducido a la foto del día en que se inaugura, descuidando el legado artístico y cultural que pueda llegar a suponer en el futuro.

La explicación a este desdén hacia lo construido se encuentra en todos los ámbitos de la sociedad, pero especialmente en la tendencia educativa que llevamos años padeciendo, donde lo artístico queda relegado a la anécdota y donde sólo se valoran los conocimientos prácticos que puedan colocar a nuestros hijos más fácilmente en el mercado laboral.

La danza, la escultura y la arquitectura apenas existen en el sistema educativo obligatorio, la música y la pintura son un simple pasatiempo, siendo la literatura el único arte que alcanza un nivel de relevancia considerable en los institutos. Esta falta de afección por lo artístico a favor de lo productivo ligado a lo económico y laboral como únicos factores relevantes en la formación de una persona, representan una de las causas de esta desafección que termina con la asunción generalista de que cualquier expresión artística es un valor de difícil rentabilización económica y por lo tanto escaso valor social. El desconocimiento de los dirigentes políticos y su escasa sensibilidad artística les lleva a buscar en “lo nuevo” y en “las marcas” alguna garantía que les permita poner en valor piezas de arquitectura en base a su etiqueta, ante su incapacidad para el análisis crítico y su total falta de sensibilidad hacia la disciplina. Ellos son el reflejo de un problema que la sociedad española acarrea desde hace años y que la última reforma educativa pretende empeorar aún más, desplazando las enseñanzas artísticas al mínimo y eliminando su presencia en muchos cursos.

Al final, la lucha que muchos arquitectos estamos librando por la defensa de nuestra profesión y de la arquitectura, se convierte en una batalla épica por demostrar una función social y unas capacidades que la mayor parte de la sociedad no entiende. Se trata de una labor pedagógica tremenda que está aún por realizarse y en la que luchamos contra reloj para poner en valor una disciplina que como otras, corre el riesgo convertirse en una anécdota, un divertimento para cultos y para élites que se lo puedan permitir.

@Mr_Lombao

viernes, 13 de septiembre de 2013

Hablando en plata

A estas alturas de la película, a nadie se le escapa que la profesión de arquitecto en España está cambiando. La dureza de la crisis en el sector, acompañada de su persistencia en el tiempo invita a pensar en nuevas fórmulas para ejercer la profesión, abrir debates sinceros y repensar un modelo laboral desequilibrado e injusto que brindaba oportunidades a unos pocos, a costa de negárselas a otros muchos. El cambio de modelo parece ya un hecho imparable: la liberalización del sector de la arquitectura ha empujado a los profesionales hacia una espiral descendente donde sus honorarios caen por abismo sin fondo, y donde el más listo es el que menos come; hecho que unido a la enorme competencia, causada por la saturación de profesionales y la escasez de trabajos, empuja hacia la precariedad a un sector otrora boyante.

Si bien, todo lo mencionado resulta una obviedad para cualquier arquitecto que intente sobrevivir en estos tiempos difíciles, parece que el asunto económico sigue siendo una especie de tabú en el que en general, no nos gusta meternos, evitando siempre entrar en cifras concretas o en debates abiertos en este campo, pensando -quizás- que esto sería una charla de pobretones y desgraciados sin clase, muy lejos del nivel de un ARQUITECTO.

Y es que cuando uno visita (y lo hago con frecuencia) una de esas numerosas charlas informativas organizadas por el colegio de arquitectos para tratar temas de actualidad, nuevas oportunidades de negocio, o cambios en la legislación con posibles efectos estimulantes, no puede dejar de pensar en que muchos de mis compañeros (que dicho sea de paso, normalmente podrían ser mis padres) están imaginando su oportunidad para volver a encender los motores de sus apolillados estudios a través de una catarsis purificadora con origen en Decreto Ley, sin pensar en este cambio de modelo tan proclamado por los ángeles cantores, ni sentir especial interés por evolucionar a nuevas formas profesionales.

No quiero decir que este cambio de modelo excluya a nadie, ni que sea un recorrido imposible para arquitectos veteranos, pero cuestiono profundamente la voluntad de cambio de compañeros muy acostumbrados a un modelo que les dio éxito y dinero a partes iguales, y al que no tienen ningún motivo para renunciar en favor de una distribución laboral más justa, a no ser que no les quede otro remedio. Y es aquí -señores- donde hay que empezar a hablar en plata. Si tratamos el asunto con un enfoque netamente económico, encontramos que existen dos grandes grupos de arquitectos: los que tienen ahorros y los que no.

Normalmente los primeros son profesionales con bastantes años de profesión a sus espaldas, que han vivido los buenos tiempos y han sabido aprovecharlos. Sin embargo, pese a ser empresas altamente rentables en los tiempos de bonanza, mayoritariamente se han mostrado demasiado débiles a la hora de adaptarse a las nuevas circunstancias -y no es que quiera negar aquí la dureza de la crisis y el tremendo golpe que esto supuso para el sector- pero sí poner en evidencia que muchos de estos estudios carecían de perspectivas a más de dos años vista, confiando en un mantenimiento indefinido de su carga de trabajo, y sin mostrar voluntad alguna por explorar vías alternativas u otros campos de trabajo mientras la gallina siguiera poniendo huevos de oro.

Otros, fueron lo suficientemente inteligentes como para entender lo que se les venía encima, motivo por el cual se cuidaron muy mucho de crear un tejido laboral estable en torno a sus estudios, empujando a sus empleados hacia la precariedad bien pagada (al principio), no tan bien pagada (después) y no-pagada (ahora), convirtiendo sus estudios en una especie de centros de producción arquitectónica low cost donde todo el ajuste competitivo recae en el empleado, generando un desequilibrio en el sistema al competir desde la ilegalidad con otros compañeros que aún no han mudado sus estudios al nuevo régimen de república bananera adicta al software pirata.

Para terminar con este grupo de arquitectos aún pudientes, cabe destacar ésas pocas empresas que sí supieron adaptarse a tiempo, bien fuera atacando otros sectores, bien internacionalizando su actividad, o simplemente teniendo mucha suerte.

Vamos ahora con los pobretones. Vamos ahora con ese grupo (que yo consideraría mucho más numeroso) de arquitectos que no tienen un duro y que por ende se encuentran en una situación mucho más complicada. Podremos encontrar aquí un gran número de arquitectos arruinados. Muchos son profesionales que intentaron subirse a la cresta de la ola, pero el parón del sector les pilló con los pantalones bajados intentando depositar en el medio de la estepa (literalmente). Ahora encuentran gran dificultad para afrontar los pagos de sus cuotas de ASEMAS, pagar el colegio de sus hijos y terminar de pagar la hipoteca de su casa. Otros, simplemente trabajaban en estudios que quebraron y se vieron en la calle, normalmente sin ningún tipo de subsidio.
Finalmente encontramos a aquellos que nunca trabajaron o que apenas lo hicieron. Son carne de emigración y su única oportunidad consiste en haber aprendido un tercer idioma además del inglés, que les abra las puertas de un mercado laboral que aún no esté saturado por arquitectos españoles.

***

Por todo lo expuesto en los párrafos anteriores, se me ocurre que no todos los arquitectos somos iguales. Se me ocurre que hay dos ligas bien claras y se me ocurre que los organismos que deberían defender los intereses de todos los arquitectos, están en realidad buscando una salida para unos pocos, que casualmente suelen ser los mismos que forman las camarillas sectarias que los dirigen.

Me gustaría creer que gracias al miedo que proyecta la LSCP y a la lucha que vamos a tener que librar para no ver empeorar (aún más) nuestro sector, conseguiremos cierta unidad y fraternidad entre arquitectos; pero atendiendo a los desequilibrios que existen entre nosotros, parece más probable que todo reviente antes de fecundar y continuemos descendiendo en espiral por la taza del wáter hasta conseguir agarrarnos a cualquier resto que aparezca a nuestro paso.

Creo firmemente que para formar un frente común desde la arquitectura, primero habría que tomarse en serio las desigualdades internas de la profesión, para evitar que ningún arquitecto se vea arrastrado en un futuro a vivir en la precariedad, para garantizar un salario mínimo que se cumpla, para crear un marco legal que se adapte a la realidad de la profesión, pero también a la legalidad vigente y a los derechos básicos del trabajador. Y creo que si esta unidad no se consigue, el futuro de la arquitectura en España está abocado a ser un "sálvese quien pueda" mezclado con un "tonto el último", donde dependiendo de tu suerte y tus contactos podrás vivir, o no, de esta profesión que muchos consideran la segunda más antigua del mundo, y que visto lo visto, ciertamente comparte demasiadas cosas con la primera.

@Mr_Lombao


martes, 9 de julio de 2013

De Bolonia a la LSP

Hace pocos años (y cuando digo pocos, me refiero a menos de seis), un servidor todavía andaba los pasillos de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, rematando los últimos flecos que aún colgaban en mi expediente y sucedió que, al igual que sucede ahora, una negra sombra se cernía sobre nuestra profesión. Contrariamente a lo que muchos estaréis pensando, no estoy hablando de famoso crack del ladrillo. Estoy hablando, en realidad, del llamado “plan Bolonia”.

Según este modelo, todas las titulaciones universitarias españolas, tendrían que converger hacia un nuevo estándar donde se eliminaban diplomaturas, licenciaturas, ingenierías, arquitecturas y toda la gran variedad de títulos españoles para sustituirlos por las nuevas categorías de grado y máster. Como siempre sucede con todo lo que viene de arriba, casi nadie se tomó un segundo en leer el famoso plan, y lo que se planteaba como una ambiciosa transición en favor de la transversalidad en la universidad y la convergencia universitaria europea, fue entendida como lo que finalmente fue: un cambio de nombre y poco más. No sin antes airear los complejos, miedos y ambiciones de cada título universitario que, unas veces por medrar y otras veces por no perder, escenificaron un curioso teatrillo del que fui espectador privilegiado.

Vaya por delante, que la transversalidad y la posibilidad de saltar de una titulación a otra me parece no sólo una buena idea, sino una necesidad dentro de un sistema universitario hermético como pocos y donde se producen paradojas tan extrañas como que el álgebra de primero sea, aparentemente, distinta entre titulaciones cercanas, lo que dificulta en extremo que un alumno pueda reorientar su vocación o convalidar materias que ya ha cursado en universidades distintas. Soy contrario a este sistema con el que a los 18 años un chaval debe ser lo suficientemente maduro y consecuente como para tomar una decisión que posiblemente le condicionará el resto de su vida, sin posibilidad de cambiar de rumbo en la universidad a no ser que esté dispuesto a volver a empezar prácticamente desde cero.

Esta transversalidad, bien entendida, permitiría la creación de perfiles especializados muy interesantes para el desarrollo de un país, para la mejora de la competitividad y para la creación de empresas especializadas en nuevos campos de la industria y los servicios. No se trata de regalar nada a nadie, ni de igualar titulaciones distintas para “ahorrar” horas de estudio, pero sí existen fórmulas que funcionan como son los cursos puente, o como podría ser un buen sistema de convalidaciones que permita el cambio de rumbo, sin tener que aventurarse a un proceso de meses o años viviendo en la incertidumbre por la decisión de una oscura comisión de convalidaciones. Sin embargo, en España se optó por mantener esa universidad parcial y estanca, donde a un arquitecto y a un ingeniero les separa no sólo una autovía de ocho carriles, sino también 6 años de formación específica imposible de convalidar.
Así cuando un ingeniero de caminos experto en grandes estructuras decida estudiar arquitectura para adquirir los conocimientos que le faltan y acceder a la habilitación profesional del arquitecto, tendrá que enfrentarse a un proceso de convalidación injusto e implacable, donde una coma de más o de menos en un temario, marcará la diferencia entre lo razonable y lo desproporcionado, obligando a estudiar cosas que ya se conocen o que por su cercanía podrían pasarse por alto.

Esta lucha desde las universidades por mantener los privilegios gremiales dentro del nuevo orden de Bolonia terminó bien para todos y aunque los arquitectos vivimos el susto de quedarnos casi en nada, fuimos capaces de pelear in extremis para no quedarnos en graduados en lo que, y a la vista de los acontecimientos recientes, habría sido un gran favor para los colectivos ingenieriles que intentan pescar en las aguas de la arquitectura. Y digo que fuimos capaces, porque yo reivindiqué nuestra categoría de máster como arquitectos, consciente de que defendía mi futuro, pero a la vez ayudaba a la vieja guardia a mantener sus privilegios tal cual, cosa que en realidad, no me hacía (ni me hace) ninguna gracia. Y señalo este punto porque casi siempre que se produce una situación de cambio, de alguna manera los grandes poderosos del sector son capaces de generar una tendencia favorable a sus intereses.

Con Bolonia podríamos habernos sentado con los ingenieros y hablar plácidamente de los puntos en común, de la transversalidad, de la forma de adquirir atribuciones profesionales… pero por aquel entonces, nadie quiso dar de lo suyo para recibir del otro algo. Todos negaron  y dieron la espalda a la posibilidad de cambio para preservar sus privilegios intactos. Tanto arquitectos como ingenieros de toda clase.
Ahora, pocos años después del fin de Bolonia, y tras una crisis que ya parece eterna, vuelven las ganas de cambio al panorama profesional español. Esta vez, aprovechando las “exigencias europeas” que alguno pareció leer en diagonal, intentan crear un buffet libre con café para todos y atribuciones profesionales otorgadas a posteriori, sin mediar estudios ni formación específica más allá de un vago “quien sepa correr que corra” para ponernos como locos a competir en un mundo ultraliberalizado entre arquitectos e ingenieros. Y uno se plantea: ¿por qué no hablamos francamente de formación? ¿por qué no intentamos buscar la manera de adaptarla para que exista ésa famosa transversalidad? ¿por qué no buscamos fórmulas docentes que nos permitan a todos ganar atribuciones y nuevos horizontes profesionales?

Es entonces cuando vuelve a mi memoria el proceso de Bolonia y pienso que no. Que ya quedó claro que todos contentos con el hermetismo y con las no-convalidaciones. Que lo mejor para todos es seguir siendo lo mismo siempre, con mis privilegios y mis limitaciones.
Pues bien. Esto es lo que hay, señores: las casas las hacen los arquitectos.

@Mr_Lombao

viernes, 7 de junio de 2013

La madre del arquitecto

Se ha hablado ya demasiado acerca de los sueños rotos de una generación de jóvenes bien formados. Se ha hablado demasiado de la decepción, del paro y del hastío de intentar avanzar contracorriente en un mundo que parece empecinado en retroceder. Se ha hablado demasiado del drama de la emigración, de esa generación perdida, de esos jóvenes que no tendrán hijos en España y que llevarán los nombres de Pepe y Paco hasta la Conchinchina y más allá para sorpresa de muchos, que aún piensan que la emigración es una broma, una especie de Erasmus 2.0.

Sin embargo, ensimismados como estamos en nosotros mismos y en nuestros problemas, hemos estado olvidando durante demasiado tiempo algo importante. Hemos estado olvidando a nuestras madres. Hemos dejado pasar el drama materno porque al fin y al cabo, es algo secundario. Ellas, ya veteranas, enfilando su jubilación o ya jubiladas son espectadoras de este drama. Son actrices de reparto destinadas a mirar, lamentar y pasar un pellizquín de vez en cuando para que sus hijos puedan seguir viviendo como si no hubiera pasado nada. Porque no nos engañemos: puede que los jóvenes estemos aún digiriendo la situación, pero nuestras madres, en general, están alucinando y disfrazan de falsa experiencia una fría pose que va desde la preocupación hasta la confianza sabiendo siempre, en el fondo de su corazón, que las cosas pintan feas. Muy feas.

Puede que sea mi espíritu de psicólogo frustrado, o puede que sea herencia de los libros de autoayuda que leí para superar primero de carrera, pero cuando pienso en nuestras madres, a menudo encuentro el mismo perfil: se trata de mujeres luchadoras, madres trabajadoras casi siempre, que han sabido inculcar en sus hijos la moral del trabajo y del esfuerzo como vía segura para alcanzar el éxito. Son madres con fortaleza capaces de empujar a sus hijos frente al desencanto, frente a los problemas y frente a la flaqueza de sus retoños, conscientes de que el futuro es sólo para los mejores. Conscientes de que el esfuerzo siempre tiene recompensa y confiadas en el camino que la sociedad brinda a los que sepan sobrellevar la carga y asumir la responsabilidad de pelear por superarse día a día.

Apuesto que ese discurso se ha oído de boca de nuestras madres de una u otra manera. Se trata de un discurso totalmente interiorizado y perfectamente trasladado por la sociedad, a través de nuestras madres, hasta nosotros: receptores finales del mensaje y futuros arquitectos bien avenidos. Se trata de un discurso que por potente y verosímil no pudo ser fingido en modo alguno, ni tampoco interpretado como cantinela motivadora sin más. No pudo ser una patraña. Nuestras madres no pudieron engañarnos así.

Llegados a este punto, lo que pienso es que nosotros, durante nuestra formación y desarrollo recibimos un mensaje equivocado. Un mensaje que nos invitaba a confiar plenamente en el sistema y en la “sociedad del bienestar”, porque los grandes logros ya los habían conseguido otros. Porque la lucha y las batallas ya se habían librado y nosotros estábamos aquí, en última instancia para disfrutar de “ese mundo”. Para vivir despreocupados de todo lo que no fuera trabajar y esforzarse para llegar a ser algo.

Sin embargo, y a la vista de los acontecimientos, ese mensaje no era una realidad. Se trataba más bien de un deseo colectivo alimentado por las ilusiones de una generación (la de nuestros padres) que sentía el progreso en sus propias vidas. Una generación satisfecha con lo que se había alcanzado y confiada en la tendencia alcista del nivel de vida. Una generación que transformó una España humilde y acomplejada en una potencia mundial capaz de chocar las cinco a los americanos en las Azores y pelear por su silla en el G-8.

Por eso me he sentado esta tarde a escribir. Para reconocer el esfuerzo y la buena voluntad de nuestras madres, pero también para decirles que estaban equivocadas. No disfrutaremos de “ese mundo” gratis. No nos regalarán los privilegios que creísteis asegurados. No vendrán señores con corbata a ofrecernos 45.000 euros al año, ni nos contratará la vecina para que construyamos su casa. O al menos no de momento.

Tendremos que usar vuestros consejos para llegar más lejos y ser más valientes. Para plantar cara a la injusticia y pelear por nuestros derechos ante quien intente arrebatárnoslos. Tendremos que emplear esa fuerza y esa constancia que nos inculcasteis para mancharnos las manos en el barro y conseguir salir adelante con todas nuestras ganas. Pero no será un regalo. No estará el futuro esperándonos para regalarnos caramelitos. Habrá que pelearlo. Y eso es algo con lo que vosotras no contabais.

@Mr_Lombao